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Sin novedad en el frente. Diario del confinamiento, día 4: La máquina del tiempo


Lo que hace falta es una máquina del tiempo. Un viajero en el tiempo podría trasladase a algunos días antes del 23 de enero en Wuhan, y tratar de convencer a las autoridades de que no celebrasen aquel evento multitudinario, con decenas de miles de personas, justo unos días antes de tener que dar cerrojazo a una ciudad de 11 millones de habitantes.

Podría viajar al 15 de febrero al norte de Italia, y hablar con Mattia y con los médicos de su pueblo. Decirles que la febrícula que iba a presentar el paciente uno al día siguiente iba a ser seria y que Mattia precisaría aislamiento inmediato, que andar dos días deambulando por ahí y, por tanto, en contacto con la gente, igual no era una buena idea (todas las personas con las que contactó Mattia en esos dos días fueron contagiadas y él sigue hospitalizado). Podría viajar al también al 7 de marzo a Madrid, y tratar de convencer a unos y a otros que mejor no, que una manifestación masiva y un mitin político, dadas las circunstancias, mejor no. Y de paso podría avisar de que el cierre de colegios sería mejor empezarlo un par de días antes, que no esperasen al miércoles, y algo similar podría haberse hecho con el confinamiento.

También podría visitar Paris, allá por el 13 o 14 de marzo, e intentar evitar las elecciones municipales del domingo 15. O podría ir hoy mismo a Londres y urgir a Boris Johnson a que no esperase más.

Sería bastante inútil creo, puesto que, aunque nuestro viajero en el tiempo contase con todo un armamento de pruebas y argumentos, la incredulidad de la audiencia, los intereses del momento y la actitud soberbia del “aquí está todo controlado” desbarataría una y otra vez cualquier intento de enderezar la situación. ¡Qué ironía! El viajero del tiempo tendría siempre la sensación de llegar tarde a todas partes.

Sería una sensación similar a la que tenemos nosotros ahora, cuando vemos que, uno tras otro, los diferentes países tardan demasiado en tomar las medidas más drásticas, el distanciamiento social, que aparentemente es lo único que puede ralentizar la pandemia. Italia tardó una semana más de la cuenta, España va una semana por detrás, le siguen Francia y Alemania y otros, todos con unos días de retraso, todos dando la sensación de actuar tarde.

Y al otro lado del Atlántico todavía titubean y no toman las medidas más impopulares. Quizá piensan que pueden esperar otra semana más.

Nuestro viajero tendría que ir mucho más atrás, quizá a 2015, cuando la población mundial estaba sensibilizada por el brote de Ébola del año anterior, y tratar de conseguir que un personaje popular y simpático, por ejemplo, Bill Gates, diese una serie de conferencias alertando sobre los peligros de las pandemias.



Sí, eso podría dar resultados. ¡Qué político y qué sociedad no se habría sensibilizado ante un aviso tan bien estructurado! Se habría comenzado a preparar equipos de epidemiólogos internacionales, se habrían reforzado los sistemas sanitarios, particularmente en el tercer mundo (atención a la expansión del virus en África), se habría financiado la investigación, se habrían articulado sistemas de actuación rápida aprovechando la capacidad logística de los ejércitos… O quizá no. Quizá ni siquiera aquel aviso habría llegado a tiempo, ni habría convencido a nadie lo suficiente como poner en marcha una maquinaria tan costosa y consumidora de recursos.

Porque esa es la decisión que tienen que hacer los responsables políticos. Dónde será necesario hacer las inversiones en un momento determinado, para evitar lo que, años después, será una catástrofe económica global (aparte de la médica y humana).

Y el problema es que, salvo para los expertos, la amenaza de una pandemia siempre ha resultado ser algo lejano. Ni siquiera cuando aquellos misioneros españoles de la Orden de San Juan de Dios fueron repatriados para ser atendidos en España, ni cuando aquella auxiliar de enfermería resultó contagiada, supimos ver que la amenaza era algo cercano.


Así que creo que, si tuviese una máquina del tiempo, viajaría más bien al futuro, a un momento indeterminado más allá de los 12 ó 18 meses de zozobra que algunos auguran, para ver que todo, si bien cambiado, ha vuelto a su sitio. Para traer de vuelta algún mensaje reconfortante.

Hoy tampoco hay novedad en el frente, salvo el hecho de haber descubierto que entre los bártulos del equipo de montaña guardo un rollo de papel higiénico: es mi reserva estratégica.



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